Con fundamento: ¡Pueblo en reconstrucción!

Por Bernardo Moncada Cárdenas…

“A este pueblo deshecho en el exilio, destruido, se le hizo volver a su tierra «fuera de toda posibilidad previsible», no porque se hubiera trazado el proyecto de hacerlo. Ninguno de ellos podía llevar hasta ese punto su esperanza, ni siquiera podía imaginarlo. Y sin embargo retornan, están de vuelta en Jerusalén, toda ella en ruinas; la reconstruyen piedra a piedra y ellos mismos se reconstruyen como pueblo.” Luigi Giussani – Crear huellas en la historia del mundo

Un tema inacabable, la esperanza. Entre tanta confusión que se vive en este tiempo, es fácil confundirla con la ilusión, con el optimismo, con la voluntad, con la resiliencia, con la utopía. Y la esperanza no tiene sdinónimos. Académicamente es definida como «Estado de ánimo que surge cuando se presenta como alcanzable lo que se desea» y la esperanza cristiana como «virtud teologal por la que se espera que Dios dé los bienes que ha prometido». Ni más ni menos. Como Vaclav Havel en su discurso de Hiroshima, Paulo Freire, o Viktor Frankl, piensan que es condición inherente de la vida, una necesidad de nuestro mismo ser, lo que nos mueve, lo que nos marca una dirección.

El gran poeta de la esperanza ha sido el francés Charles Péguy, quien –en su “Pórtico de la segunda virtud” de El misterio de los santos inocentes- la eleva por encima de la fe y de la caridad, como la niña favorita de Dios, aún frágil y diminuta como es: «La Fe es una iglesia, una catedral enraizada en el suelo de Francia. La Caridad es un hospital, un sanatorio que recoge todas las desgracias del mundo. Pero sin esperanza, todo eso no sería más que un cementerio…» O «mi pequeña esperanza no es nada más que esa menuda promesa de brote que se anuncia justo al principio de abril, y que bastaría la uña de un niño para arrancarla del tronco.»

Lo que distingue a la esperanza es más su punto de partida que sus aspiraciones. La ilusión es un juego del deseo, es la imagen artificiosa de la realidad moldeada como nos gustaría que fuese; viene del latín illudere, “jugar con” (lo que con un poco de pedantería moralista llaman “el deber ser”). El optimismo es la seguridad auto-inducida de que todo va a ir bien, que no habrá contratiempos; es esa pésima manera de “orar” que “decreta” castillos en el aire, como si no existiera el dolor, el mal, la enfermedad. La voluntad es el esfuerzo aplicado a un deseo particular, a un objetivo, a un logro que puede o no alcanzarse. La utopía es –como su nombre lo indica- lo que no existe en lugar alguno, una imagen idealista que Tomás Moro inventó en su libro “Utopía” para decir al mundo de su tiempo como deberían andar las cosas, aunque sabía que nunca serían así y que terminaría decapitado por su honestidad. La esperanza parte de la realidad existencial, del corazón humano, y de las experiencias conocidas, donde, aunque siempre ha estado presente la contrariedad, la vida continúa y siempre hay un futuro. Es algo como la “Neguentropía”, con la cual otro gran francés, Teylhard de Chardin, explicaba por qué aunque –según las leyes de la termodinámica- todo sistema tendía al desorden y la auto-destrucción (entropía), el cosmos sobrevive y se mantiene estable.

Revisando nuestro siglo XIX, limpiando la historia del colorete ideológico que intenta pintar como paraíso la recién independizada Venezuela, terminamos maravillándonos de que este país haya sobrevivido a semejante desastre; asombra también que en medio de tanta barbarie y ruina existiese talento y dignidad como la de los verdaderos próceres, héroes de la civilidad como José María Vargas, Cristóbal Mendoza, Cecilio Acosta, Rafael María Baralt, y otros que alumbraron tenazmente ese oscuro periodo. A esta brutal etapa la nación resistió para emprender una vigorosa entrada al nuevo siglo, y transformarse en la Venezuela que hoy la mayoría añora por imperfecta que fuera.

La esperanza se basa en la realidad, entonces, y no es ilusión, utopía, ni vano optimismo. Es real que la nación ha tenido reservas para emerger del naufragio, y que no obstante el funesto y pesado aparato de malignidad e ineficiencia que pesa sobre ella, ya Venezuela está en reconstrucción, viene de regreso. No solamente está reconstruyéndose en la arena política, donde no se puede negar que vemos proyectos cada vez más factibles, con logros, sino en la vida ciudadana, donde proliferan emprendimientos, organizaciones y obras, capaces se imponerse sobre la catástrofe «fuera de toda posibilidad previsible».

Ya es tiempo, pues, de vivir la esperanza: de dejar de perder tiempo y sumarse con fe al arduo trabajo de reconstrucción en el puesto que estemos.