Con fundamento: Las bodas de oro de las bodas de oro: El Liceo Libertador centenario

Por: Bernardo Moncada Cárdenas…

En los años cincuenta, el centro de Mérida se circunscribía a unas cuantas manzanas alrededor de la Plaza Bolívar. Luego hacia el sur-este se extendía El Llano Grande, apenas poblándose, cuyo tejido se componía de nuevas casitas de medio patio y de incipientes quintas. El núcleo de la nueva extensión eran tres imponentes conjuntos educacionales: las modernas facultades de medicina e ingeniería de la Universidad de Los Andes con su comedor y residencia estudiantil, el Grupo Escolar Rafael Antonio Godoy, y el Liceo Libertador. Cual generosa y sólida columna vertebral, o vital vaso circulatorio, se había creado la Avenida Don Tulio Febres Cordero –primera vialidad moderna emeritense- a cuyos bordes se alzaban estos innovadores conjuntos. Con el Sanatorio Antituberculoso Venezuela, la Unidad Sanitaria, el Hospital de Niños, y los desarrollos de vivienda para obreros (Santa Helena, y las casitas que pasaron a ser cabañas del Prado Río, hoy Hotel Venetur), la modernización urbana de Mérida se caracterizó por atender promisoriamente los aspectos más necesarios de la vida social: educación, salud y vivienda, en ese orden.

El Liceo Libertador, en particular, fue dotado de privilegiada ubicación, asentado entre la mencionada Avenida Don Tulio y la Avenida 4 Bolívar, tras sucesivos alojamientos provisorios. Su conjunto, incluido el hotel Chama, se construyó en 1945 según proyecto de Cipriano Domínguez,  arquitecto de las Torres del Centro Simón Bolívar en Caracas, distinguido con el Premio Nacional de Arquitectura. En esa década, quien escribe compartió con sus hermanos la casa 26-20, metros “arriba”, como en Mérida se acostumbra definir la dirección según hacia donde se quiera caminar, del Liceo. Aquel entorno todavía frío y lluvioso, hurtaba calidez de los jóvenes liceístas quienes, junto a la floreciente juventud universitaria, iban ya cambiando el rostro austero de la ciudad serrana. La torre de los laboratorios, alzándose significativamente con su reloj sobre los demás volúmenes, denotaba la primacía de las ciencias en la educación moderna. En el extremo opuesto, el gran auditorio hablaba de arte y cultura. Los niños de primaria pasábamos ante tal majestad arquitectónica con justificado respeto y curiosidad. Algunos tenían ya hermanos mayores cursando en el Libertador.

Por fin, tras breve intento de pasar a Caracas y estudiar bachillerato en la capital, en retorno a los predios infantiles, fui inscrito para los restantes años de secundaria en la admirada institución. Y fue para lo mejor; si la Escuela Infantil Mérida hizo de mi infancia alegre y fructífero proceso de edificación de mis bases, el Liceo Libertador lo culminó, haciendo de mis compañeros, y de quien escribe, adolescentes activos, seriamente comprometidos con la vida y con sus mejores ideales, ansiosos de asumir nuestro lugar en el destino para desempeñarnos allí a la altura de lo que generosamente se nos brindó con tanto desvelo, hasta nuestro egreso en 1967, cuando fuimos la orgullosa PROMOCIÓN BODAS DE ORO DEL LICEO LIBERTADOR.

En la carrera universitaria escuchamos no pocas veces la queja de que la academia estaba convirtiéndose “en un liceo grande”. Esto, verdaderamente, debería ser motivo de alarma. Pero no para un egresado del Liceo Libertador de aquellos años, pues aquella institución era la inversión de los términos: una pequeña universidad. Alrededor de ese claustro que parece condensar el sol y enmarcar la Sierra, la muchachada despierta y animosa sorbía no solamente lecciones más que competentes de docentes que repartían su tiempo entre liceo y universidad, sino ejemplos de modesta dignidad, recto comportamiento, elegante trato, humana y justa condescendencia, y compromiso social. Poetas, músicos, artistas, animadores consumados capaces de hacer de una hora de clase un espectáculo cautivador, nuestros profesores fueron verdaderos maestros. Temería al enumerarlos alguna injusta traición de mi memoria, pues tanto les debemos, y fueron tantos quienes descollaron en nuestro afecto y respeto. Hoy, además, puedo decir lo mismo de mis compañeras y compañeros de bachillerato. Mucho de bueno “se me pegó” de aquella fraterna amistad que continuó posterior a nuestra despedida. Pude seguir a varios en sus estudios superiores y su carrera profesional, viéndoles destacar y cumplir siempre hasta en los más exigentes cometidos, incansables, prosiguiendo aquel camino que emprendimos en nuestras familias, y nuestros institutos de formación, hasta llegar a nuestros hijos y alumnos, nuevas generaciones ya abiertas al porvenir de Venezuela.

Reunidos hoy sumamos nuestra celebración, constreñida por las atroces circunstancias por que atraviesa el país, al centenario de la institución a la que tanto debemos. Volvemos a los espacios preñados de añoranza con el corazón contrito, pues nuestro liceo atraviesa penosamente por la crisis que afecta todo. Pero la hermosura de la deuda moral que tenemos con el Libertador nos impulsa a no desmayar en nuestro alborozado homenaje. Recorriendo aquellos pasillos, y respirando de nuevo aquel aire claustral, no podemos menos que comprometernos a retribuir lo que se nos donó y apoyar el renacimiento del Libertador, pues nuestra patria lo merece y el viento, en sus corredores, nos susurra en bello canto: “Lo que fue puede ser”.

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