Por: Mons. Baltazar Enrique Porras Cardozo…
El tiempo pascual coincide con mayo, mes de las flores, de la vida, de la esperanza. Desde tiempos del Papa Pablo VI el cuarto domingo de pascua, del buen pastor, es fecha para orar y trabajar por las vocaciones sacerdotales y religiosas. Esta imagen es muy diciente, pero tiene el peligro de edulcorarse con las hermosas pinturas y mejores poemas que exaltan la figura de Jesús buen pastor.
Uno de los oficios más duros, es el de ser pastor de ovejas. Nuestra cultura es ajena a esta experiencia, pues no es lo mismo cuidar un rebaño de vacunos o equinos, o criar animales como el cerdo o los pollos, que estar pendiente de un rebaño de ovejas. Estos animalitos son gregarios, de escasa visión para valerse por sí mismos fuera del grupo. Son fácil presa de animales salvajes ante los que no tienen ni fuerza ni habilidad para defenderse. Se crían sobre todo en climas templados o fríos, al aire libre, trashumando en busca de pastos y agua. En las noches hay que resguardarlos en rediles, corrales cerrados que los resguarden de sus enemigos naturales.
Los pastores son hombres de sacrificio y piel dura, sometidos a las inclemencias del tiempo, frío o calor, lluvia o sol ardiente, en la soledad de espacios abiertos sin mayor abrigo que la ropa que se lleva puesta. Horas y horas en la soledad de los campos, con la compañía, a ratos, de seres queridos portadores del avío para mitigar el hambre y la sed.
El “olor a oveja” no es nada agradable al olfato humano. Produce más bien repulsa, alejamiento, asco. La imagen hecha estribillo por el Papa Francisco no es una alusión poética. Es la constatación de que la medida de las acciones del ser humano no es el mismo, sino el otro. Y ese otro, prójimo, amigo o enemigo, conocido o ignoto, agradable o despreciable, debe ser la medida generosa del servicio y la preocupación por su bien. Y todos tenemos experiencia cotidiana de que eso no es fácil ni deseable.
La mayor parte de los problemas que vivimos se debe a la incapacidad que tenemos de medir las necesidades de los demás con nuestro propio rasero. Por eso el lenguaje de odio, desprecio, guerra, muerte es sencillamente la negación del otro. El mandamiento del amor pasa por amar al prójimo “como a uno mismo”. En este contexto la llamada a orar y preocuparnos por las vocaciones es “ese particular »éxodo» que es la vocación o, mejor aún, nuestra respuesta a la vocación que Dios nos da”. “En la raíz de toda vocación cristiana se encuentra este movimiento fundamental de la experiencia de fe: creer quiere decir renunciar a uno mismo, salir de la comodidad y rigidez del propio yo para centrar nuestra vida en Jesucristo; abandonar, como Abrahán, la propia tierra poniéndose en camino con confianza, sabiendo que Dios indicará el camino hacia la tierra nueva”.