Con fundamento: Aquella advertencia: cuando un santo nos habló

Por: Bernardo Moncada Cárdenas…

“Doy gracias a la Divina Providencia que me permite visitar estas queridas tierras de los Andes venezolanos. Este encuentro tiene lugar en el marco de la histórica ciudad de Mérida, la de las «cinco águilas blancas», que desde hace dos siglos es la capital espiritual de la región andina. Me es grato rendir homenaje a las nobles tradiciones cristianas de esta comarca, y reconocer los grandes méritos que el clero y los fieles de esta arquidiócesis han adquirido en la difusión de la fe… De estas comunidades andinas puede decirse con razón que constituyen en cierto modo la «reserva espiritual» de la nación.” (San Juan Pablo II, 29 de febrero 1985, homilía en La Hechicera, Mérida)

Por andar agachadito, como dice el merengue venezolano, encontré el texto de las palabras pronunciadas por la firme e inspirada voz del Papa en la planicie del campus universitario de La Hechicera, cuando los pasos de un santo hollaron el suelo de nuestra ciudad. No es fácil confesar que, en ese entonces, resistía ciegamente al atractivo de semejante peregrino, aunque siempre tuve frente a su figura una apropiada actitud de respeto. Pronto, por cierto, se cumplen los cuarenta años de su elección al Solio Pontificio.

Sus palabras al pueblo de Mérida estuvieron, como vimos, impregnadas de reverencial afecto. Se diferencian de las que resonaron en Caracas y Guanare y, más que por cualquier otra cosa, leyéndolas con atención, por el mensaje profético que contienen.

Por esperanzadoras que fueron, las palabras del Santo Padre advertían agoreramente de un futuro que a sus lúcidos ojos, asombrosamente, se vislumbraba con diafanidad. Aquella voz que resonaría liberadora en Polonia, y admonitoria en los foros internacionales, nos exhortó en estas montañas: “a ver la vida terrena como una prueba, mediante la cual el hombre entra en la perspectiva de la vida eterna: como el oro que «lo aquilatan al fuego» (Carta 1 de San Pedro, 7)”, restándole a esa prueba el carácter trágico que automáticamente le endilgamos, en esta cultura del facilismo que quiere todo fácil y de inmediato. La dureza de la existencia, nos dijo, no es insoportable: “Y por esto la fe nos permite afrontar, incluso con alegría, las diversas pruebas de la vida, en particular los sufrimientos. «Alegraos de ello —escribe el Apóstol— aunque de momento tengáis que sufrir un poco, en pruebas diversas: así la comprobación de vuestra fe —de más precio que el oro, que, aunque perecedero, lo aquilatan a fuego— llegará a ser alabanza…», afirmó antes de lanzar el siguiente desafío: “¿A través de qué pruebas pasa la fe de los cristianos contemporáneos? ¿Cuáles son las pruebas en medio de las cuales ella debe madurar y crecer aquí, en Venezuela? ¿Cómo debe ser esta fe, para que la herencia apostólica responda verdaderamente a la herencia de los siglos?” La “triple fidelidad a Jesucristo, a la Iglesia, y al hombre, deben ser un verdadero desafío frente al futuro, para hacer crecer en profundidad la fe del pueblo venezolano… [Pues] Sólo así se logrará un hombre y mujer venezolanos renovados interiormente, llegados a una maduración de plenitud en Cristo.” E inmediatamente nos propuso: “Ahí os queda un programa… que ahora inicia.”

Poco más de once años después, reencontraría a su querida Venezuela sumida en mayor crisis y diagnosticaría indirectamente nuestra sumisión a los “Ídolos de hoy [que] son, entre otros, el materialismo y el egoísmo con sus secuelas de sensualismo y hedonismo, la violencia y la corrupción.” (Homilía en aeropuerto de La Carlota, Caracas, 11 de febrero de 1996) Los venezolanos habíamos fallado ante su propuesta, el “programa” que había dejado resonando en las montañas. “Para la tan deseada renovación de la sociedad venezolana y la superación de las crisis y dificultades, es necesario –dijo– que las personas, los hogares y los diversos sectores de la Nación participen de la fuerza del Evangelio. De ese modo se favorecerá el ambiente propicio para la vivencia de los valores humanos y evangélicos como son la fraternidad, la solidaridad, la justicia y la verdad, tanto en cada uno de los miembros de la sociedad como en la sociedad misma.” (Idem)

La respuesta venezolana fue votar masivamente, dos años después, por el más desvergonzado de los ídolos. Creyendo en sus palabras en lugar de trabajar por ese “ambiente propicio para la vivencia de los valores”, se optó por un mensaje de envidia y codicia y resentimiento, disfrazados de justicia social. No lo olvidemos. Y observemos también, vigilantes, dónde perdura esa tentación de seguir a los ídolos, dando la espalda a Dios poco después de parecer que lo alabamos. Quizá sigamos empeñados en fallar la prueba.