Con fundamento: Un cambio de época

Por: Bernardo Moncada Cárdenas…

Benedicto XVI, ese grande incomprendido que precedió en el papado al Santo Padre Francisco, resumió acertadamente la esencia de nuestro histórico presente. Sus palabras aún resuenan: «Vivimos, no una época de cambios, sino un cambio de época». Francisco ha asumido y reiterado tal juicio como motivación consciente de sus palabras y gestos.

En este tiempo, aún subsiste en el mundo entero el pueblo que se reconoce como Iglesia de Cristo. Los católicos formamos numeroso componente de tal pueblo, cuya vastedad impresiona. Somos «la arena del desierto», que anticipó Dios en su promesa a Abraham; somos el enorme arbusto crecido a partir del grano de mostaza del Evangelio. Pero la civilización que vivimos plantea, con arrogancia y astucia, la definitiva marginación de lo religioso cristiano en la esfera pública. Apalancada en la epopeya de la modernidad anti católica, se yergue la transmodernidad, en la cual la tecnología y el poderío financiero proponen cada vez menos discretamente lo que el íncubo de Alemania nazi no logró concretar: la pretensión de adueñarse del destino humano, decidiendo a través de los «nuevos derechos» quién es seleccionado para vivir, ejecutando fríamente a los otros desde su gestación, y decidiendo como se vive, con el acoso del artificioso transexualismo, el homosexualismo (diferente de la homosexualidad), el comunismo o capitalismo amorales y la ideología de género.

Para culminar esa pretensión resulta imprescindible reprimir y sobrepasar la tradición cultural cristiana, celosa guardiana de principios éticos como la dignidad de toda vida humana, y la sacralidad de la identidad como don divino, y adversaria original de la explotación del ser humano. Por otra parte, ya no es Dios quien juzga al hombre; se intenta poner a Dios en el banquillo de los acusados y, luego de los inmensos desequilibrios naturales y los trágicos efectos causados por nuestras propias locuras, nos atrevemos a increparlo y reclamarle.

Un cambio descomunal y dramático. Esto ubica al cristianismo en un escenario casi bélico, donde se libra una verdadera batalla. De esta situación somos acaso los cristianos quienes menos nos damos cuenta.

En lo que a la Iglesia católica se refiere, algunos sacerdotes y religiosas, las conferencias episcopales, y ocasionales figuras estelares entre los laicos, guiados por el Papa, reclaman profundos cambios en la percepción que la cristiandad tiene de sí misma, y en su consecuente accionar dentro del mundo.

Pero me atrevo a decir que aún falta para que el pueblo cristiano asuma y ponga en práctica ese desafío. Esto dificulta en nuestro país, por ejemplo, la necesaria lucidez en cuanto a política y economía. Por consecuencia, disminuye nuestra incidencia en la realidad inmediata o futura, poniéndonos a la cola de las ideologías y los proyectos de poder.

En el caso particular de nuestra nación, es hora de que los fieles laicos hagamos nuestra la misión que Cristo consignó, no solamente para la Jerarquía, el clero y las religiosas, sino para todos los fieles. Defender la Verdad, y buscar respuestas acordes con ella en las dificultades que compartimos, tiene que ser nuestra oración y nuestro propósito. Portar adelante las lámparas de la fe y la esperanza, vivir la caridad fraterna, en vez de seguir las oscuras filas del desaliento, el egoísmo, y la incertidumbre, tiene que ser nuestro cambio de actitud en un cambio de época. Ya no buscar la famosa luz al final del túnel sino, si me entienden, llevar esa luz de nuestra nueva actitud durante la travesía, para no caminar a oscuras.

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