Homilía de Mons. Helizandro Terán en la Eucaristía por el Centenario de la Arquidiócesis de Mérida

Venerables hermanos en el episcopado. Queridos Sacerdotes y Diáconos.

Un saludo fraterno y respetuoso a las autoridades civiles y militares que nos acompañan en esta Eucaristía.

Sr. Rector, autoridades, profesores y demás representantes de la Universidad de los Andes. Presidente y miembros de número de la Academia de Mérida. Estimados religiosos y religiosas. Apreciados Seminaristas.

Hermanos y Hermanas en Cristo.

“Traten de conservar la unidad del Espíritu, mediante el vínculo de la paz. Hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como hay una misma esperanza, a la que ustedes han sido llamados, de acuerdo con la vocación recibida”. (Ef 4,3-4)

Estas palabras del apóstol S. Pablo iluminan nuestro horizonte en la celebración del centenario de nuestra arquidiócesis de Mérida. Somos y nos sentimos miembros del único cuerpo que es Cristo, por la acción de su Espíritu. Hemos sido llamados a una vocación específica: la de ser discípulos de Cristo, continuadores de su obra, la instauración del Reino, sabiendo que Cristo mismo es nuestra única esperanza.

Esta realidad enmarca y delimita nuestra realidad como iglesia local, conscientes de dejar espacios a las manifestaciones carismáticas del Espíritu, siguiendo la enseña de S. Pablo que nos exhorta a no extinguir la acción del Espíritu (1 Tes 5,19).

Cien años de recorrido histórico como arquidiócesis lleva consigo ver el pasado con el discernimiento del presente y proyectarnos a un futuro fecundo que se irá haciendo realidad, en la medida que nos comprometamos a ser una autentica iglesia misionera y en salida.

Con ojos de gratitud vemos también nuestro pasado. Hundimos nuestra mirada hacia finales del siglo XVIII, cuando el 16 de febrero de 1778 con la bula “Magnitudo Divinae Bonitatis” el Papa Pío VI erige la diócesis de Mérida, el segundo obispado de Venezuela, y que se extendía por un territorio amplísimo que abarcaba que abarcaba los territorios de los Estados Mérida, Táchira, Trujillo, Barinas, Zulia, junto a territorios de Apure y Falcón, hasta las tierras colombianas los de Cúcuta y Pamplona y los llanos debajo del río Arauca hasta el Casanare, pertenecientes hoy día a Colombia, teniendo como su primer obispo al franciscano: Fr. Juan Ramos de Lora. Así comienza nuestra historia como iglesia emeritense. Gracias a la obra evangelizadora llevada a cabo por tantos misioneros, la semilla del evangelio va cayendo en tierra fértil y los frutos comenzaron a verse pronto.

Ciento cuarenta y cinco años después, el 11 de junio de 1923, Mérida es elevada a sede metropolitana arquidiocesana por el Papa Pío XI, convirtiéndose en la segunda sede metropolitana del país. Mons. Antonio Ramón Silva García (1850-1927), quien era obispo de Mérída desde 1895 pasa a ser el primer arzobispo de Mérída (1923-1927). En su carta pastoral de 21 de septiembre de 1923, Mos, Silva expone que uno de los méritos o razones de congruencia para elevar a Mérida a la categoría de metrópoli es: “la fecundidad de dicha diócesis al ofrecer a la Iglesia, para que se erijan otras nuevas, territorios llenos de parroquias y provistos de eclesiásticos, capaces de realzar el brillo del culto en las funciones pontificales”.

Razón tenía Mons. Silva ya que la diócesis de Mérida contribuye a la formación de cinco diócesis en la forma siguiente: en 1834 ofreció las vicarias de Pamplona y Cúcuta, para creación del obispado de nueva Pamplona; en 1847 se desprendió de la provincia de Coro para contribuir al obispado de Barquisimeto, siendo de advertir que esa antigua provincia de Coro (ahora Estado Falcón) forma hoy por sí sola el reciente obispado de Coro; en 1863 las vicarias de Nutrias y San Jayme fueron agregadas a los territorios con los que se forma la diócesis de Calabozo; el obispado del Zulia fue erigido en 1897 separando para ello la vicaría de Maracaibo, perteneciente a Mérida; y el 12 de Octubre de 1922, el Papa Pío XI tuvo a bien erigir la diócesis de San Cristóbal con el estado Táchira y el distrito Páez de Alto Apure.

Y recuerda de nuevo Mons. Silva que: “grande es, amados hijos, el honor que Mérida ha recibido con su engrandecimiento en el orden jerárquico”2. Cien años después de estas palabras de Mons. Silva, vemos que el camino de la evangelización ha sido largo, pero aún no termina.

Hacemos memoria agradecida de la obra de mis venerables antecesores en esta Mitra como arzobispos y, que dieron testimonio preclaro de ser buenos pastores de esta grey merideña.

Agradecemos las huellas del guaireño Mons. Antonio Ramón Silva, caminero y civilizador al visitar diez veces la diócesis, promoviendo nuevas Iglesias, la formación de sus sacerdotes en tiempos de exilio en Curazao, la creación del boletín, archivo y el museo arquidiocesano, junto al decano de la prensa merideña el diario el Vigilante, legando a la Mérida universitaria elevación académica y brillantez espiritual.

Nuestra gratitud al arzobispo constructor, Mons. Acacio de la Trinidad Chacón Guerra, su obra inmortal fue sin duda la proyección de la “ciudad de Dios”, con sus monumentos de belleza patrimonial como la Catedral, el Palacio Arzobispal y el Seminario San Buenaventura, junto al edificio Roma. Sin dejar de reconocer sus líneas pastorales de un fecundo gobierno pastoral: “instrucción del pueblo, santificación del clero y fomento de las vocaciones sacerdotales”.

Nuestro recuerdo agradecido a Mons. José Rafael Pulido Méndez, con su espíritu conciliador, promotor del progreso de los pueblos del sur con la apertura de caminos, guardián de estas preciosas montañas andinas con su proyecto de siembra de árboles, pero sobre todo su particular atención al clero merideño; es por ello que en su tumba quedó grabada la inscripción: “hasta el final amó a sus sacerdotes”.

Nuestra mayor estima al paso fugaz de Mons. Ángel Pérez Cisneros, un obispo catequista, cultivador de la belleza litúrgica y la música sacra, adaptando esta Iglesia a los vientos nuevos del Concilio Vaticano II, pero sobre todo por hacer de su penosa enfermedad ofrenda agradable al Padre por nuestra Arquidiócesis.

Eterna gratitud al Padre y Pastor Mons. Miguel Antonio Salas Salas, el santo arzobispo merideño, dando a esta Iglesia vitalidad nueva con el Seminario, las comunidades religiosas, la formación de Parroquias en las periferias, cercano y amigo de su pueblo, hoy camino a los altares asumimos el compromiso de animar su causa de beatificación y vernos honrados con su intercesión.

Nuestro reconocimiento perenne a su Eminencia el cardenal Baltazar Enrique Cardenal Porras Cardozo, por sus desvelos, luchas y obras de bien en esta Iglesia merideña; su preocupación por la formación permanente del clero, su vocación de evangelizador de la cultura, su permanente dialogo con el mundo universitario, junto a su pasión por Mérida y su gente, dejando un legado de fina pluma y ejemplo de pastor atento a los nuevos signos de los tiempos.

Me toca a mí, como nuevo arzobispo, continuar andando sobre el legado fecundo de estos pastores, para que podamos caminar todos, como iglesia emeritense, por las sendas del evangelio en la fe y la esperanza, manifestando al mundo la alegría y la confianza de estar cimentados en Cristo Jesús.

Las lecturas de este décimo domingo del tiempo ordinario, nos abren las puertas para proyectar un futuro en nuestra labor pastoral. En la primera lectura el profeta Oseas denuncia que no hay “pues no hay fidelidad, ni misericordia…en la tierra” (Os 4,1); el templo se ha convertido en un lugar en el que los preceptos rituales son mucho más importantes que la adoración sincera a Dios, y el culto se ha convertido en una fuente de seguridad moral, en una manera de cumplir que deja un sentimiento de tranquilidad cómoda.

Ante esto, el profeta exige una actitud sincera de conversión interior, proclama un tipo de religión mucho más personal que no se base en sacrificios y prácticas externas. El templo ya no es suficiente, ha habido una corrupción y el hombre no se acerca para dar gracias por el amor y el don de Dios, sino para encontrar seguridad y cumplir ritualismos. El culto, para ser sincero, debe surgir de un contexto de conversión y de práctica de la justicia y del amor, no puede ser en ningún momento puro formalismo externo, por numerosos y ricos que sean los sacrificios. De allí que el profeta grite en el pórtico del templo: “misericordia quiero y no sacrificios” (Os 6,6).

Estas palabras del profeta Oseas encuentran eco en la boca del Señor Jesús, tal y como lo vemos en el evangelio que ha sido proclamado. La mayor crítica, que se le hace a Jesús es la de ser amigo de pecadores. En el episodio de la llamada a Leví o Mateo, que era un cobrador de impuestos y por ende publicano y pecador, lo que escandaliza a los fariseos es que Jesús coma con publicanos y pecadores (Cf. Mt 9,10); la conducta de Jesús era algo inaudito, nunca un profeta venido de Dios haría cosa semejante.

Jesús, por el contrario, se sentaba a comer con cualquiera. Él no excluye a nadie; su mesa está abierta todos. No es necesario ser un santo para estar al lado de Jesús. No era necesario ser una mujer honrada para lavarle los pies con lágrimas de arrepentimiento y amor y enjugárselos con sus cabellos. Lo que primero que ve Jesús es el dolor y el sufrimiento de la gente, no su pecado, su conducta moral. Jesús sabe que Dios, su Padre, no discrimina a ninguno.

La respuesta de Jesús a las críticas de los fariseos y letrados es: “No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Vayan y aprendan qué significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Porque yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9,12-13). Y cuando los recaudadores, pecadores, prostitutas entraban en contacto con Jesús, y lo sentían como un amigo, algo en ellos los cambiaba, se sentían amados por Dios. Y Poco a poco, crecía en ellos la dignidad y se despertaba una confianza nueva en Dios y empezaban a cambiar.

Cuando miramos hacia el fututo y pensamos en el proyecto de pastoral arquidiocesano que tenemos que elaborar, esta sentencia de Jesús tiene que ser un eje estructurador del mismo.

Se habla mucho hoy de Iglesia en salida, de la necesidad de tener una Iglesia en comunión, participación y fraterna; pero para ir logrando todo esto necesitamos una pastoral que nos transforme en Iglesia, en arquidiócesis acogedora. Jesús nos recuerda que Dios quiere que los seres humanos tengamos entrañas de bondad y misericordia con los demás, aunque sean gente mala e incluso cuando la práctica de la bondad lleve consigo la violación de una ley religiosa.

Nada más escandaloso para una religión conservadora que la antítesis que hace el mismo Jesús entre la “misericordia” y el “sacrificio”; es decir que Jesús nos plantea que, si hay que elegir entre la “ética” y el “culto” (entre la “justicia” y la “religión”), lo primero es la ética, la honradez, la defensa de la justicia y los derechos de las personas. “Misericordia quiero y no sacrificios”; Dios no quiere que tranquilicemos nuestras conciencias con simples actos de piedad, sino que construyamos su reino desde la fraternidad y la cogida del hermano, en especial del pecador, del pobre, de los últimos, a quien todos olvidan. Ojalá que algún día nos puedan decir que como Jesús somo amigos de pecadores, y que como Jesús sabemos llevarlos a Dios para que cambien.

Es mucho lo que tenemos que trabajar para conquistar este desafío que nos presenta el mismo Jesús, pero en ello debemos afincarnos cuando diseñemos nuestro plan arquidiocesano de pastoral.

No puedo dejar de señalar la presencia entre nosotros del Santo Cristo de Aricagua. Hermosa imagen traída por mis hermanos agustinos a mediados del siglo XVIII (1757). Al Santo Cristo encomendamos los sufrimientos, dolores, gozos y esperanzas de los hombres y mujeres que peregrinan en esta iglesia emeritense. Mi profunda gratitud a todo el pueblo de Aricagua, y le felicito en la persona de su párroco el P. Albeiro, y en la persona del Sr. Alcalde, por todo el esfuerzo y sacrificio que hicieron para que esta santa imagen de Jesús crucificado presidiera esta hermosa celebración.

Agradezco la presencia de todos ustedes en esta Eucaristía y termino mis palabras dirigiéndome a María, la Madre Inmaculada, patrona de nuestra Arquidiócesis.

Madre Inmaculada te pedimos en esta mañana, que intercedas por nosotros, para que resplandezca en nuestras vidas la auténtica vocación de los discípulos de Cristo, llamados a ser con Él, inmaculados y santos en el amor.

Tú conoces, Madre, todos los sufrimientos de los hombres y mujeres de nuestra arquidiócesis; falta ilusión y esperanza en muchos corazones, sánalos tú, la llena de gracia.

Tú que tienes el conocimiento materno de todas las batallas entre el bien y el mal, entre la luz y la oscuridad que afligen a nuestra tierra merideña, acepta nuestra súplica, y socorre a nuestros hermanos más pobres y abandonados. Haz que la justicia del Dios de la vida ilumine los rostros de los que sufren y agonizan porque no tienen ni lo mínimo para vivir.

Queremos Madre Inmaculada, paz y fraternidad para que podamos seguir las huellas de tu hijo. Ayúdanos a ser coherentes entre lo que decimos y hacemos, tal como lo hizo tu Hijo, que hablaba con autoridad, pues vivía lo que decía.

Tú nos recuerda que el ámbito de la gracia es mayor que el mal y el pecado; y que el aliento apacible del amor de Dios puede desvanecer las nubes más sombrías y hacer la vida más bella y rica de significado.

Líbranos Madre de la doblez y de la hipocresía; haznos hombres y mujeres puros y transparentes como Tú, y danos el coraje para decir un “Sí” valiente como el tuyo; un “Sí” a Dios, sin reservas ni sombras; que sepamos descubrir que nuestra vocación primera es llegar a ser como tu Hijo, Hombre nuevo.

Tú eres Madre, nuestra herencia. Tú eres modelo, figura, de la Iglesia. Tu maternidad virginal es el modelo original sobre el cual es conformada la Iglesia de tu Hijo. Haz, oh Madre, que esta iglesia merideña, que alcanza sus 100 años como arquidiócesis, pueda mantenerse virgen como tú, en la integridad de su fe a Cristo Jesús, su Señor y esposo; que podamos tener un corazón virginal que mantenga incorruptible la fe en tu Hijo Jesús.

Guarda en tu amor a los pastores de esta iglesia merideña, a sus obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas; que sepamos ser pastores conforme al corazón de tu Hijo Jesús y que nuestros seminaristas se formen en la escuela de la oración y escucha del evangelio.

Oh Virgen pura, que aplastaste la cabeza de la serpiente tentadora, haz que luchemos contra el mal, que sembremos el bien y la fraternidad por donde pasemos y nos convirtamos en constructores de un mundo, de una patria, de una arquidiócesis, donde reinen los valores del evangelio de tu Hijo.

Llena de gracia eres tú María, Tu nombre es para todas las generaciones prenda de esperanza segura. Socórrenos siempre y danos a Cristo tu permanente Consuelo.

Amén.

12-06-2023