La crónica menor: Aguchita, la mártir peruana

Por: Cardenal Baltazar Porras Cardozo…

La tierra americana sigue siendo campo abonado para el martirio cruento, pues el incruento, es pan de cada día en la entrega generosa de tanta gente, hombres y mujeres, creyentes y agnósticos que luchan por la justicia, la equidad y la paz en el continente. El siglo XX, primero con la revolución mexicana, dejó sin vida a sacerdotes, religiosas, catequistas, jóvenes cuyo único delito era ser cristiano. Las dictaduras, tanto las del cono sur como las centroamericanas fueron también escenario de muerte para bautizados que en nombre de su fe sintieron la vocación de luchar por la justicia, contra la pobreza y el abuso de poder. El resultado, masacres inmisericordes, en los que sobresalen el arzobispo salvadoreño Oscar Romero, los jesuitas asesinados por el ejército en el patio de la universidad centroamericana, catequistas y responsables de comunidades indígenas o populares. Brasil, Argentina, Chile, Colombia se suman a la lista de quienes dieron su vida por la fe en Jesús y en el pobre. El Perú no escapó a esta debacle. Movimientos terroristas, ideologizados para quienes la vida no cuenta, fueron los sicarios de infinidad de personas inocentes.

Llevar adelante procesos de beatificación no es un subterfugio o una salida cómoda ante los asesinatos que quedan impunes ante la indiferencia de los responsables de hacer justicia. Es el testimonio trasparente de que dar la vida por amor a Dios y al prójimo no es un delito sino el acto supremo de la caridad a ejemplo de Jesús y de los que a través de los siglos han colmado de nombres el martirologio romano.

El 7 de mayo será beatificada en la localidad de La Florida en la selva amazónica peruana una monjita de la congregación de Nuestra Señora de la Caridad del Buen Pastor, de nombre María Agustina de Jesús Rivas López, cariñosamente conocida como Aguchita. Fue vilmente asesinada por miembros de Sendero Luminoso que sembraron pánico y muerte en varias regiones del Perú en el último cuarto del siglo pasado.

Nativa de Coracora en el departamento de Ayacucho, hija mayor del matrimonio de Modesta López hija de españoles y el indígena Modesto Rivas, comerciat¡nte y músico, católicos practicantes ambos, recibiendo en el hogar formación humana y cristiana, base de su personalidad y futura vocación a la vida religiosa con las Hermanas del Buen Pastor. Alrededor de los trece años se trasladó a Lima y en el Instituto Sevilla donde estudiaba, regido por las hermanas del Buen pastor descubrió su vocación.

Sencilla, humilde, trabajadora, hacendosa y servicial, pero sobre todo amante del Corazón de Jesús, de San José y de Santa María, devociones que cultivó durante toda su vida con las de los fundadores de la familia eudista, San Juan Eudes y Santa María Eufrasia Pelletier, cuyo carisma asumió, pues la muerte no se improvisa, el amor es nuestra vocación, como repetía insistentemente. La mayor parte de su vida transcurrió en Lima, en diversas casas y oficios de la Congregación. Se ganó el respeto y la admiración de todos por sus virtudes humanas y cristianas vividas con alegría y disponibilidad plena. Supo aplicar con tacto, ternura y toneladas de paciencia, como formadora y educadora de niñas, adolescentes y jóvenes postulantes y novicias.

Ávida de formación aprendió diversos oficios y creció en la espiritualidad de su congregación y en el estudio y asimilación de las enseñanzas del postconcilio, desde la perspectiva latinoamericana de Medellín y Puebla. Los elementos claves de la espiritualidad del Buen Pastor, la ternura y el amor misericordioso, la justicia evangélica como signo del amor de Dios, la tolerancia y el respeto, la acogida y la no discriminación, la opción por la vida y la ecología marcaron su vida, admirada y seguida por propios y extraños.

Las ideas fuerza que movían su vida las recibió de Dios y de lo que vivió y aprendió de su familia y de la congregación. Hizo suya la máxima de JuanXXIII: “la bondad es fruto de un duro trabajo que se lleva a cabo en el corazón del hombre. Experimentó el sufrimiento, el esfuerzo, la soledad y la lejanía, el cansancio, el sacrificio, acompañada siempre del amor apasionado de Dios. Hizo de la contemplación parte esencial de su vida. En los pocos escritos, notas tomadas en cuadernos en momentos claves de su vida, son un trasunto de una espiritualidad mística, sin aspavientos. Asumió el sentido oblativo  de la vida cristiana y la vida religiosa.

Su amor a la familia y a su tierra formaron parte de sus querencias. Con 68 años sintió el deseo de ser misionera en su terruño. Enviada al Vicariato de San Ramón, lo aceptó gozosa y allí se entregó de lleno a la promoción humana de la población y a la evangelización. No tuvo miedo a la difícil situación de inseguridad que se vivía por la presencia terrorista. Quería estar al lado de los más pobres y perseguidos. Atender a los pobres, promover a la gente y manifestar su condición cristiana fueron los delitos que la condenaron a recibir cinco balazos que cegaron su vida el 27 de septiembre de 1990.

Tengo el grato encargo de presidir en nombre del Papa Francisco la ceremonia de beatificación, preparada con primor por la gente del Vicariato Apostólico de San Ramón. Merece esta menuda hermanita ser parte del sueño del Papa de luchar juntos y trabajar codo a codo para defender a los pobres de la Amazonía, para mostrr el rostro santo del Señor y para cuidar su obra creadora. Estamos ante una santa para admirar pero por encima de todo para imitar. Su muerte no es absurda, sino que tiene sentido de reivindicación por la justicia y la paz, por un Perú y una América Latina más justa y fraterna.

24.- 05-5-22 (5670)