La atribución de la inteligencia a lo artificial o viceversa

En esta oportunidad presento el tercer artículo relativo a la inteligencia artificial. Este tema está muy trabajado en estos momentos, y, por tal motivo, conviene acentuar sin pedantería ni mucho menos censuras aleatorias la distinción innegable entre lo cerebral y lo artificial.

Por eso, ¿es un fraude atribuir la inteligencia a lo artificial? Desde luego. Esta atribución significa añadir la inteligencia a lo artificial para determinarla cualitativamente; de tal modo, ella no pasaría de ser una mera descripción, para nada un obrar como ella acostumbra.

De hecho, lo artificial ha ido creciendo poco a poco; no ha sido hecho del todo. Por supuesto, pueden generar la ficción de que las funciones de algunos aparatos son exactamente las mismas que genera la inteligencia. No obstante, ella puede cambiar diversamente las acciones de tales funciones y componer otras nuevas.

Por eso, la atribución de la inteligencia al objeto artificial radica viéndole precisamente como algo autómata, pues aquella, —antes de ser representada en un mecanismo—, está en el hombre internamente mejor ordenada, o sea, “todavía” poseyendo ritmos más sorprendentes que ninguna otra invención humana.

«Si hubiere máquinas –escribe Descartes en 1637– tales que tuviesen los órganos y figura exterior de un mono o de otro cualquiera animal, desprovisto de razón, no habría medio alguno que nos permitiera conocer que no son en todo de igual naturaleza que esos animales; mientras que si las hubiera que semejasen a nuestros cuerpos e imitasen a nuestras acciones, cuanto fuere moralmente posible, siempre tendríamos dos medios muy ciertos para conocer que no por eso son hombres verdaderos; y es lo primero, que nunca podrían hacer uso de palabras u otros signos, componiéndoles, como hacemos nosotros, para declarar nuestros pensamientos a los demás, pues si bien se puede concebir que una máquina esté del todo hecha, que profiera palabras, y hasta que las profiera a propósito de acciones corporales que causen alguna alteración en sus órganos, como, verbi gratia, si se le toca en una parte, que pregunte lo que quiere decir, o si en otra, que grite que se le hace daño, y otras cosas por el mismo estilo, sin embargo, no se concibe que ordene en varios modos las palabras para contestar al sentido de todo lo que en su presencia se diga, como pueden hacerlo aun los más estúpidos entre los hombres; y es el segundo que, aun cuando hicieren varias cosas tan bien y acaso mejor que ninguno de nosotros, no dejarían de fallar en otras, por donde se descubriría que no obran por conocimiento, sino sólo por la disposición de sus órganos, pues mientras que la razón es un instrumento universal, que puede servir en todas las coyunturas, esos órganos, en cambio, necesitan una particular disposición para cada acción particular, por donde sucede que es moralmente imposible que haya tantas y tan varias disposiciones en una máquina que puedan hacerla obrar en todas las ocurrencias de la vida de la manera como la razón nos hace obrar a nosotros» (DESCARTES, R., «Quinta parte», Discurso, 64-65).

Esta larga cita de Descartes solicita explicaciones. De hecho, es útil al tema, la atribución de la inteligencia a lo artificial o viceversa.

Descartes excluye de la máquina la definición de múltiples formas dadas en el intrincado devenir del comportamiento estrictamente animal —el mono u otros—, y humano, específicamente del cuerpo. No hay un fenómeno común –la razón– a hombre y máquina. Pueden establecerse coincidencias, (semejanzas, imitaciones, etc), de acciones del hombre por las máquinas; sin embargo, hay una notable diferencia: el aspecto humano, bastante humano, del hombre. En esto, a diferencia de la máquina, el hombre se hace objeto- sujeto de una conciencia cada vez más clara de sí.

La inteligencia del hombre, Descartes subraya el término “razón”, suele atribuírsele a lo artificial, en palabras cartesianas “máquinas”, de modo figurado. Desde luego, en esto se tiene claridad, salvo algunas excepciones. Obviamente, en las máquinas existen mecanismos próximos a certezas aproximativas, pero la inteligencia humana quiere —y subrayo este verbo— ver las cosas más de cerca, aun las producidas por la pericia de los hombres. Y, de esto no se puede prescindir, pues, no debe convertirse en inteligencia lo que no es sentidamente inteligencia.

El primer medio propuesto por Descartes para reconocer que una máquina, aun similar al cuerpo humano no es hombre verdadero, radica en el lenguaje; nunca –dice– podrá hacer uso de palabra u otros signos. Los robots, por ejemplo, no son originalmente portadores de la plena potestad de emitir sonidos articulados; en efecto, están programados para decirse a sí mismos son o no aparatos. Incluso, esto no logran hacerlo, porque, necesariamente, deben serle hecho.

El segundo medio plantea: el sentimiento humano va mucho más allá que lo que las estructuras artificiales —desde luego, muy bien sistematizadas— pueden sustentar. Ello evita los reduccionismos, y haciéndolo, el aumento de significados científicos y humanísticos irrumpe desde la inteligencia en lo artificial, y desde éste tiene aquella una coherencia de significado para la evolución constante del dominio de las invenciones.

De hecho, en dos momentos Descartes emplea el adverbio moralmente: no es plausible una ruptura entre la inteligencia y lo artificial, y aunque el auge de éste es enorme, sin embargo, es inmoral el hecho de que a lo tecnológico lo revuelvan contra la inteligencia que lo produjo, anulando lo específico de la inteligencia en cuanto tal, y subrepticiamente aupando la conversión de la misma en algo fabricado que poco o nada garantiza su identidad.

Por supuesto, no es precisamente lo artificial lo que desvía a la inteligencia del centro de su realidad antropológica, sino la pretensión humana que pone una excesiva confianza en aquel como último depositario de los valores genuinamente intelectuales (POPPER, K.R., La sociedad abierta y sus enemigos, 82- 83).

Ahora, la mezcla indefinida en las opiniones entre uno y otro aspecto, la inteligencia y lo artificial, está abierta a múltiples interpretaciones. Pero, en mi resolución, tal mezcla conduce en reiteradas ocasiones a una opinión unívoca: la confusión de una estructura de responsabilidad personal en la personalización de un aparato. Éste realiza actos singulares de humanidad (imita), y por ende le atribuyen una eficiencia por la que la consistencia y el origen del mismo queda muy impreciso.

Por este motivo, si la estructura de responsabilidad personal es atribuida, en consecuencia, no existe originalmente en el aparato; en éste pasa a ser una presidencia anónima, surgiendo, entonces, el antropomorfismo. Es decir, a aquel le hacen decir lo que por sí mismo no puede decir, y sentir lo que por sí mismo tampoco puede sentir. Así, el primado de la inteligencia humana parece ser usado para justificar algunas consideraciones, llegando, en ciertos aspectos, a ser objetivamente anodino; no obstante, «una responsabilidad que no puede responder no es responsabilidad» (Card. RATZINGER, Joseph, Iglesia, ecumenismo y política, 44, nota 18.)

Ahora, la estructura de lo producido por el hombre siendo producida, más bien ha de restaurar la exclusividad de este poder de producción. Esta exclusividad instituye el auténtico signo que indica dónde está la inteligencia que obra originalmente y continuará obrando del tal modo. En este sentido, la ingeniosidad de las invenciones no agota las posibilidades de ser halladas y constatadas por el cerebro, “órgano sentiente y de intelección” (Cf. ZUBIRI, Xavier, Inteligencia sentiente, 97). O bien atribuimos a lo artificial, ingenua y descomedidamente el desarrollo de estas actividades cerebrales, o bien, el cerebro se yergue a su vez indigente y poderoso, con el poder que él mismo ha procurado en las invenciones, las cuales de ningún modo logran sustituirlo o anularlo.

Entonces, ¿cómo debe ser el cerebro en este tiempo y en todo tiempo? ¿En qué se asemeja ahora el cerebro, sede de exigencia de intelección, con lo novedoso a nivel técnico en lo que se ha visto representado?

Desde luego, el cerebro queda en éste y en todo tiempo en su carácter indivisible, y sirve tanto mejor cuanto más fiel permanece a su formalidad; a su ser más idóneo, de ninguna manera desvinculado del progreso del que es y ha de ser principio primordial.

Por eso, ante las posturas acerca de una inteligencia artificial, imitadora perfecta de la inteligencia cerebral, ésta constantemente trata de ir más allá; no sólo conservándose, sino expandiéndose en conformidad con la exigencia de una actividad suya que germina en el tiempo y con el tiempo. En efecto, el cerebro actuando de esta forma hace más estrecho el vínculo entre inteligencia y artificialidad, y subráyese la palabra “vínculo” con el fin de no malentenderla con la de relevo o sustitución.

Sin duda, lo artificial no altera la inteligencia, pues ésta no es un añadido de aquél, aun cuando se haga ver que en determinados casos, son transferidas a la artificialidad potestades, incluso deliberativas, exclusivamente afines a la inteligencia cerebral; por supuesto, esas potestades siguen teniendo un germen clara y netamente antropocéntrico.

Tampoco la artificialidad es un órgano asociado a la razón, por más de que en esa repercutan importancias regulares. Más bien, éstas repercuten en una inteligencia que vive y crece. La inteligencia, la razón, vital y próspera en el hombre, no puede delegar sus competencias; puede ejercerlas únicamente ella misma. Es decir, la razón asciende y se unifica en células y neuronas vivientemente humanas, las cuales constituyen unidad y en ella aquella posee potestad deliberativa siempre, y no sólo en determinados casos; por eso, la recta razón no tiene escasa influencia en la elaboración de lo artificial.

Entonces, algunos preguntarán: ¿por qué no prolongar la duración de la inteligencia en lo artificial? En realidad, como están surgiendo y cambiando los aparatos, una ausencia del examen de la inteligencia en lo artificial es injustificable, pero asimismo es injustificable que deje de ser inteligencia peculiar del hombre para irla convirtiendo en delegada del dispositivo.

Y, en pocas palabras, tal delegación no se haya de acuerdo con el linaje íntimo, inmutable, de la inteligencia humana.

Pbro. Dr. Horacio R. Carrero C.

30-12-23