Si es un pecador, no lo sé; sólo sé que yo era ciego y ahora veo (Jn 9, 25)

La vida de cada persona en general —desde quien comienza su transcurso terrenal en el vientre materno hasta quien la está concluyendo, desde el rico al pobre— no es el referente de un proceso de total disolución o liquidación; mucho menos una casualidad extrañamente amorfa. De la vida del apenas concebido como de la persona ya formada, no proponemos primeramente hipótesis en proporción a su posible significado. El que vive, vive no hipotéticamente, sino realmente, y tampoco simplemente para sobrevivir. Esta frase de Dios a Samuel, entre sus hijos he elegido un rey (1 Sm 16, 1), alusiva a Jesé, padre del venidero rey David, no nos forma una imagen intelectual arrogante, sino una originalidad seria, —la dignidad de toda persona humana—, que no debe ser fragmentada, socavada o impedida.

La originalidad seria, la vida cual don bueno moldeado talentosamente por el Creador, de ningún modo radica en la representación de una imagen falsificada, sino en la edificación en esta nuestra naturaleza humana de la imagen de Él mismo. Ante la vida, la propia y la ajena, hemos de despertar la sensibilidad de Cristo, es decir, la que nos pide tratar al otro no como un metal corrugado a residuarse, ante el cual mostramos con indiferencia un comportamiento distinto y ajeno al del sentido solidario. En esta situación, de la vida del más indefenso, del más vulnerable, —obviando que también somos indefensos, vulnerables—, ignoramos o quizá presumimos ignorar de qué se trata o a qué se parece.

La Iglesia continuamente convoca a que la realidad viva, especialmente la racional, no la alejemos mucho de los conceptos, sino que incluso en éstos la llamada a la virtud por el cuidado del otro (Papa Francisco) no sea insuficiente al momento de amparar, escuchar, animar. Necesitamos para eso, despertar la genuinidad de la creatividad; necesitamos escuchar y re-escuchar las vibraciones altamente sensibles y vitales de estos renglones de Pablo: «“despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo será tu luz» (Ef 5, 14).

Las acciones, amparar, escuchar, animar, manteniendo todo este relato del evangelio de Juan 9, 1-41, nos llevan a profundizar la frase paulina, Cristo será tu luz. Siguiendo ésta tales acciones no se nos sedimentan en torno a un objeto inanimado, —morirían en la pura indecisión—, sino en la proximidad a un tú, a otro que yo, a otro como yo, similar a la de Jesús y el hombre ciego, en la que siempre habrá la manera de contribuir a la realización de un sentido de vida.

En esta realización hay dificultades, en efecto, el pasaje de Juan muestra a los fariseos alarmados, «“este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado”» (9, 16); y otros en sentido de réplica cuestionan, «“¿cómo puede un hombre hacer semejantes signos?”» (v.16). Esta pregunta ya nos evidencia, en relación al juicio de los fariseos, que las dificultades no se nos presentan como si nunca hubiéramos de enfrentarlas. En ellas aprendemos a privilegiar, no las decepciones o las rabias, sino la decidida y solícita creatividad de poder ser los artífices de apartar lo opuesto, lo condenatorio, lo innecesario, para así ver claramente —Cristo será tu luz— qué queda cuando se extirpa todo lo que no es esencial a nuestra humanidad, a nuestra solidaridad.

En fin, el Señor recalca en el texto sagrado, «“mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo”» (Jn 9, 5), y en este mientras, que simboliza el paso de cada quien por esta tierra, estamos mostrando los efectos interminables, inevitables, de tal resplandor; y aunque hayan quienes pretendan enjaularnos en una visión de la vida unívoca, unilateral, monótonamente uniforme, —tal los fariseos de ayer y de hoy—, el evangelio no nos sentencia a tener que callarnos avergonzados ente dichas pretensiones; al contrario, a darle fe no a una luz cualquiera, sino a la que el ciego luego de recuperada su normalidad orgánica y visual, aún desconociendo la completa identidad del Artífice de su curación, venciendo la incitación del auto-desprecio al que pretendían doblegarle, más bien describe en una confianza desbloqueada de la sospecha, de las ficciones itinerantes de unos y otros, esta sensata, altruista y honesta confesión, «“si es pecador, no lo sé, sólo sé que yo era ciego y ahora veo”» (Jn 9, 25).

Cristo Jesús dice, «“yo soy el camino, la verdad y la vida”» (Jn 14, 6); que en nuestras personas hagamos vida esta frase, porque a través de ellas la hacemos resonar en la vida del otro.

Pbro. Dr. Horacio R. Carrero C.

20-01-24